lunes, 1 de marzo de 2010

La verdad sobre "El plato del día"

(De Confesiones de un Chef: Aventuras en el Trasfondo de la Cocina, de Anthony Bourdain)

Hace poco vi un cartel a la entrada de uno de esos híbridos chino-japoneses que empiezan a reproducrise como hongos en todas las ciudades. Anunciaba “Sushi a buen precio”. No puedo imaginar mejor ejemplo de “Cosas De Las Que No Conviene Fiarse” que una ganga de sushi en un restaurante. Sin embargo, el local estaba lleno. Me pregunté si estaría igual de lleno en caso de que el cartel hubiera dicho “Sushi de hace varios días”. La buena comida –y el buen comer– está por encima de todo riesgo. Una ostra por minuto te dañaría el estómago. ¿Eso quiere decir que debes dejar de comer ostras? De ninguna manera. Es cierto que, cuanto más exótica sea la comida, cuanto más valiente sea el comensal, más posibilidades hay de futuras molestias. No por eso me voy a negar el placer de comer morcillas, sashimi o ropavieja en un tugurio cubano, sólo porque algunas veces me haya sentido mal después de haber comido esos platos. Pero hay algunos principios generales que me parecen razonables. Cosas que he visto a lo largo de los años han quedado grabadas en mi memoria y han alterado mis hábitos alimentarios: estoy más que dispuesto a probar una langosta a la parrilla en una de esas destartaladas parrillas al aire libre del Caribe, donde la refrigeración es nula y veo con mis propios ojos cómo zumban las moscas alrededor del asador. Pero, por el contrario, si estoy en mi país, donde por razones del oficio como a diario en restaurantes, me he fijado algunos sís y nos terminantes que, por propia decisión, rigen mi vida.
Entras una aletargada noche de lunes en un bonito sitio de dos tenedores y ves que está marchando un delicioso plato del día: atún de las islas del Pacífico, hinojo guisado, tomate triturado y salsa de azafrán. ¿Por qué no pedirlo? Las palabras que deben saltarte a la vista cuando recorres un menú son lunes y plato del día. La cosa funciona así: el chef de ese bonito restaurante encarga el pescado los martes, para que se lo entreguen el viernes por la mañana (y encarga una buena cantidad puesto que, hasta la mañana del lunes siguiente, no habrá reparto). Sí, ya sé, algunos proveedores reparten los sábados... Pero el mercado está cerrado los viernes por la noche (o sea que el pescado es el mismo que el del martes). El chef espera deshacerse del grueso de ese pescado –tu atún– el sábado por la noche, cuando supone que la concurrencia será más numerosa. También supone que, si sobra un poco para el domingo, se deshará del resto sirviéndolo en ensalada de mariscos o como plato del día. ¿El lunes? Es la noche en que se liquida todo lo que haya sobrado, si es posible sacándole dinero. ¿Te parece muy mal? El tipo podría tirar las sobras del atún; a fin de cuentas, puede reabastecerse el mismo lunes, ¿no? Seguro que puede. Pero, ¿qué impide que su proveedor no piense exactamente lo mismo? ¡El tipo también está vaciando su refrigerador! Tú dirás que el mercado está abierto los lunes por la mañana, se puede conseguir pescado fresco. Déjame decirte algo: he estado en varios mercados de pescado a las tres de la mañana de un lunes, y te aseguro que no es un sitio que inspire mucha confianza. Hay muchas posibilidades de que el atún que estás pensando pedir el lunes por la noche haya estando dando vueltas –ya cortado– entre los ingredientes que es necesario tener a mano en la puesta a punto de la cadena durante cuatro días, mientras las puertas de los refrigeradores se abren y cierran cada pocos segundos, a medida que los cocineros van metiendo la mano y tanteando a ciegas en busca de lo que necesitan. Ésa es la razón de que en mis restaurantes no aparezcan productos perecederos en los platos del día del domingo o el lunes por la noche: no aguantan. El chef lo sabe. Calcula la casi segura posibilidad de tener todavía por ahí algún pescado los lunes por la mañana. Y le gustaría sacarle dinero, aun a riesgo de enfermar a los clientes. Si todavía huele bien el lunes por la noche, bueno, tú vas a comértelo. El pez espada me gusta muchísimo. Pero, oh: cuando mi proveedor de pescado sale a comer afuera, nunca lo pide. Ha visto pulular por ahí demasiados parásitos de un metro de largo. Cuando ves unos cuantos bicharracos de ésos, no vuelves a probar el pez espada en mucho tiempo. ¿Lubina chilena? Está de moda; es cara. Para mí fue toda una sorpresa verla en el mercado no hace mucho. Pero es evidente que casi todas llegan congeladas, duras como piedra, todavía con todas sus espinas. Como ya dije, el mercado de pescado no es muy tentador que digamos. El pescado está ahí, sin hielo, en unos cajones casi desarmados, al aire libre y bajo el sol del verano. El que no se vende temprano, se vende más barato más tarde. Cuando se van los encargados de compras de los grandes restaurantes, los compradores chinos y coreanos, que han estado haciendo tiempo en los bares de los alrededores, caen como aves de rapiña y compran lo que queda a precio de saldo. Piénsalo cuando leas por ahí: “Sushi a buen precio”.

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